miércoles, 30 de abril de 2008

Profetas de mi pueblo



Por. Richard Roselló

El titular es idea de un promotor cultural. Se la pedimos prestado para encabezar estas notas. Se trata de homenajear a esas personas que en un momento fueron iconos de las artes o las ciencias. En su pueblo, de Cuba y para el mundo. Y porque permanecen allí o en el mas allá. Casi siempre en la profunda cima del olvido. Además del desprecio.
Pepín Ignacio Rivero, padre-director del Diario de la Marina, famoso rotativo cubano intervenido por la revolución, dijo que “el periodismo era en lo externo una profesión y en lo interno un sacerdocio”. De hecho nuestro entrevistado fue de los que entro al periodismo por vía del sacrificio, forjado. Después obligado a vivir en el ostracismo, distante a la profesión y condenado al silencio y un empleo, cual nunca amo, ni sintió.
Es probable que a las nuevas generaciones el nombre de Juan Francisco Cuesta Rivero no diga mucho. Graduado en la escuela cubana de periodismo Manuel Márquez Sterling durante los años de 1950. Una academia fundada en 1943 y que dio pasó a generaciones de profesionales en la noticia. Brillaban por entonces figuras como: Alejo Carpentier, Conrado Massaguer, Juan Marinello, Emilio Roig de Leuchsenring, Jorge Mañach, José Pardo Llada, Luís Botifoll entre otros consagrados… de las letras periodísticas.
Juancito lo llaman, cariñosamente. Alto, delgado. Un mulato de rostro lozano y agradable, buen conversador, vive al cuidado de dos hermanas. A sus 87 años cuenta cosas novelables. Hará poco que perdió la visión total. En cambio conserva una memoria incólume. Sus dedos largos, lisos como la seda, acaricia la textura de un papel como si se tratase de un divino tesoro. De ello hablare después.
Nació en Batabanó de 1921. El costero poblado al sur de la capital habanera. Ese lugareño de pescadores y agricultores. Llego al periodismo por entusiasmo, cuando el género alcanza gran fuerza del momento. “Una profesión romántica que requiere máxima de sacrificios y amor a la causa’’, escribió una vez.
Batabanó, de entonces tuvo tres periódicos: El Esponjero, el Mosquito y La Opinión. No eran rivales del Exelsior, El País, Ataja o el Diario de la Marina. Y otros grandes diarios que llenaban estanquillos.
Cuesta vivió, en verdad, enamorado de su profesión que no basto con ser un periodista más. Llego a tener su empresa privada de servicio publico para “orientar a la ciudadanía, así como difundir las grandezas y necesidades de la región’’. Fueron sus póstumas palabras en el 4to aniversario del Antillano, fundado en diciembre de 1956 en su natal municipio.
Devino el nombre por la ubicación de Cuba en las Antillas. De manera que el órgano llego a venderse bajo consigna de periódico ágil, al servicio de la colectividad. Con una salida quincenal pudo sostenerse de anuncios que pagaban comerciantes locales. Pero Juan en su lucha por mantener el periódico, atravesó dificultades y obstáculos financieros, incomprensión y capacidad para lograr la página publicitaria y salida del Antillano. De hay nunca excedió las 4 páginas. Ese fue el precio que pago. Conciente de la “ingrata profesión”, mal remunerado, batallo con fortaleza anímica bastante para resistir los embates de calumniadores y mantuvo a fuerza su proyecto de vida. Paradigma para quienes pensaron que vivía rico. Se equivocaron.
De ello abordan ciertas notas periodísticas. Justo cuando el Antillano dejaba de aparecer en calles batabanoenses y otras localidades a fines de la dictadura de Fulgencio Batista. Era la apatía que en su pueblo “frisaron en el paroxismo’’, por el desconocimiento.
Su gran dote de abnegación, desinterés y desprendimiento, ética inseparable exigida por la profesión le permite en un ámbito libre, de plena libertad de palabras explorar las realidades cubanas y asomarse a las diversas problemáticas buscando solución a los problemas.
Desde asuntos locales, nacional e internacional, recibieron un enfoque temático de corte social, político, cultural y económico. Prestigio de sus páginas fueron las entrevistas al piloto de carrera de autos, el argentino Juan Manuel Fangio. Al político y gobernador de La Habana Panchín Batista, hermano del entonces presidente de la republica. También al ex presidente Grau San Martín y al periodista del Partido Ortodoxo Pardo Llada.
El Antillano falleció con Fidel Castro al poder. Una muerte súbita que agrupo a dueños de negocios, sin distinción. El Poder que impuso sus propios periódicos. Una forma de pensar. Un solo presidente. Un partido único. Y una libertad de palabra consistente en: “dentro de la revolución todo, contra la revolución nada’’.
Y Juan fue de los que se quedaron en Cuba. No con el sistema. Fue en los primeros años de la revolución, redactor del Noticiero Nacional de Televisión y mantuvo una columna cultural en la revista Bohemia. Pero el entusiasmo duro poco. No tenía condiciones para laborar ese organismo, dijo un ‘’delegado’’ de las Unión de Periodista de Cuba con firme y fría decisión. Por tanto fue retirado e ignorado del periodismo. Sobre su vida se tejieron difamaciones e injusto tratamiento. Hasta se le califico de batistiano. Y Aunque los hechos pasan, y hay que dejarlos, sintió JFC después de 50 años de aquel suceso.
Regreso a su pueblo como mecanógrafo. Ayudo a escribir cartas, llenar documentos. Luego fue empleado de banco, sirviendo a la burocracia durante veinticinco años. Hasta su retiro.
JFC descendiente de familia ilustrada y educadores que aportaron mucho a la enseñanza de la localidad, vive aun con los fantasmas del pasado. Miedo es lo que siente, ese temor latente lo tortura. Obligado, dejo de escribir periodismo. Aunque guarda una novela inédita.
Hace años, cuando un grupo de intrépidos activistas le rindió homenaje en el museo local por ser gloria y profeta de su pueblo, se le prohibió mostrar su tesoro. Ejemplares del Antillano. Pieza museológica y de la historiografía regional. Vistas como documento peligroso, y detestable para autoridades. Aunque la verdad, los hechos sin corta pisas, están marcadas en letras de imprenta. No se podrán borrar.

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